Se ha hablado mucho del anarquismo ibérico y del carácter presuntamente indómito atribuido a los peninsulares. Poco de esto va quedando: entre el fisco, los controles de velocidad, los alcoholímetros, las denuncias entre vecinos y las ordenanzas municipales, el cerco se va estrechando y el ciudadano entra, de buen o mal grado, en cintura. Pero si hay un ámbito de anarquía, donde cada uno hace lo que le viene en gana, éste es el de la trastienda rural, los intersticios y finisterres apartados de la trama y los nudos de la red de vigilancia social. Allí crecen como la espuma las urbanizaciones ilegales, las alambradas, los venenos contra alimañas, los expolios arqueológicos, la caza furtiva, el chaletito autoconstruido, el fraude de subvenciones, los pozos clandestinos para explotación de acuíferos, las talas de arbolado de ribera, los incendios forestales, los derribos y las escombreras.

Es posible que a través de este desorden consentido, el ciudadano se resarza de sus infortunios o humillaciones en la oficina, en el atasco, la multa o la declaración de Hacienda. Es como si, parafraseando a Rousseau, se hubiera fundamentado un nuevo contrato social en la rapiña de la naturaleza. El caso es que, en este alegre saqueo colectivo, sólo una voz disonante se deja oír: la denuncia ecologista. Y esto explica la profunda paradoja siguiente: el activista ambiental, defensor de lo público, la naturaleza, el paisaje, el clima, que son de todos, es contemplado como enemigo público. ¿Por qué?: porque ha osado turbar el gran festejo de la eco-rapiña, en el que, de lleno o de refilón, todos participamos.

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