Entre las clases profesionales, gremios de obras públicas, industria y derecho, son frecuentes los desdenes; los ecologistas son tan ignorantes...: no entienden las sutilezas de la ciencia ni las valentías de la técnica. Sorprende que de repente la acción política -y acción es, más que otra cosa, la lucha ecologista- requiera títulos y cualificaciones; ¿para votar hace falta diploma? Sorprende también lo rigurosos en materia científica que se ponen de repente algunos cuando les conviene: hasta vemos al propio Bush transmutado en un fino apreciador de las elegancias de la física, que exige demostración matemática para creer que el cambio climático es cierto.Y escandaliza que, precisamente, sean a menudo cuerpos y cuadros de funcionarios del Estado los que emiten tales juicios despectivos; cuando es el Estado quien debería agradecer los ahorros en plantilla, en estudio y en vigilancia que le supone la acción tutelar de las organizaciones ambientalistas. No pocas veces hemos visto al jefe de negociado -que cada vez que sale al terreno va con dietas, en horas de trabajo y con coche oficial- vituperando desde su poltrona los pobres esfuerzos de ecologistas, a los que probablemente habrá tocado hacer investigación de campo con su coche propio, en horas sacadas a su tiempo libre y pagándose los costes.
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