La cultura de salón o de tertulia en nuestro país ha solido instalarse ostentosamente de espaldas a la naturaleza. Todavía hoy es abundante el alarde urbanita, aun en individuos de educación esmerada, con jactancias del tipo “yo no distingo una malva de un alcornoque” o “sin asfalto, yo no soy persona”. Sigue teniendo prestigio social una cultura obtusamente de letras: el conocimiento de plantas, flores o animales no da lustre. De ahí que el paradigma relativista, tan en boga en los círculos de saber contemporáneos, adopte aquí perfiles de indiferentismo ambiental. La esfera pública, liderada por figuras con escasa formación y menor curiosidad en los temas naturales, se fatiga en rencillas regionales o pseudo-conflictos gobierno-oposición, sin detenerse en las grandes decisiones ambientales que asoman por el horizonte.
Nuestra cultura nunca ha sido particularmente inquisitiva en cosas naturales. Nótese la marcada diferencia con Gran Bretaña, donde la tradición de observar el medio ambiente es arraigada y tiende un puente desde la alta cultura hasta las prácticas humildes del herborizar, observar pájaros o cultivar la tierra; con acuñaciones casi intraducibles como birdwatcher o gentleman-farmer. A falta de ellos, se carece en España de correa de transmisión entre la acción ecologista y la vida privada. Al no existir fenómenos de masas filo-ambientales tales como la observación de aves, el ecologista es visto por el conjunto social como un cuerpo extraño, conspirador y potencialmente amenazante.
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