
La cultura de salón o de tertulia en nuestro país ha solido instalarse ostentosamente de espaldas a la naturaleza. Todavía hoy es abundante el alarde urbanita, aun en individuos de educación esmerada, con jactancias del tipo “yo no distingo una malva de un alcornoque” o “sin asfalto, yo no soy persona”. Sigue teniendo prestigio social una cultura obtusamente de letras: el conocimiento de plantas, flores o animales no da lustre. De ahí que el paradigma relativista, tan en boga en los círculos de saber contemporáneos, adopte aquí perfiles de indiferentismo ambiental. La esfera pública, liderada por figuras con escasa formación y menor curiosidad en los temas naturales, se fatiga en rencillas regionales o pseudo-conflictos gobierno-oposición, sin detenerse en las grandes decisiones ambientales que asoman por el horizonte.
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