¿Cuántas veces no hemos oído, de boca de algún meritorio constructor o algún prócer de la industria, la acusación “los ecologistas van a su negocio”? No pocos alimentan la sospecha de que detrás de los grupos ambientalistas hay conspiración, hay interés y lucro.
Unas voces dicen que los ecologistas están a sueldo de la Administración; otras, que defienden oscuros intereses (eco-business), más o menos rocambolescos según la imaginación calumniadora. A juzgar por tales implicaciones, el que quiera forrarse debería abandonar los parqués del negocio y la trata, y no demorar en un minuto su inscripción en un grupo radical ecologista. Y llegaríamos a creer que los alborotos y cacareos ecofóbicos procedentes de la industria y la banca tienen su origen en el acendrado altruismo de sus mandamases. El mito interesado según el cual unos (los especuladores) crean empleo y otros (los ecologistas) lo destruyen es una losa sobre el ambientalismo español; una acusación infundada que tardará décadas en desmentirse.
Y así resulta que, en un contexto de debilitamiento progresivo de la función tutelar de los Estados, doblemente erosionados por la globalización y la descentralización, extensas capas de la población deciden volverse precisamente contra uno de los pocos frentes donde espontáneamente se plantea resistencia al abandono de la cosa pública: la defensa ambiental.
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