Algún destructor ambiental de primera magnitud anda por ahí pavoneándose de que él es “el primer ecologista”. También los cazadores nos enternecen informándonos de que es por amor a los animales por lo que los matan, asemejándose en esto al marido maltratador que da palizas a su esposa para demostrarle cariño. Así pues, el eco-contrario suele asegurar que él está en el punto medio.
Para dar consistencia a esta declaración de equidistancia, hace falta inventarse un espantajo: y se acuñan prototipos de circulación mundial: el eco-radical, un a modo de Tolstoi de luengas barbas, sandaliotas, piojos e inefables arrobos místicos; o, aún peor, el eco-terrorista. No hace mucho que alguien llamaba así -¿o llegó a usar el término “ecoetarra”? - a los responsables de plantar encinas en la plaza de Cuba de Sevilla.
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